martes, 23 de diciembre de 2008

RELATOS ERÓTICOS.MATHILDE


Cuadro: El abrazo, de Egon Schiele

Mathilde era sombrerera en París, y contaba apenas veinte años cuando la sedujo el Barón. Aunque la aventura no había durado más que dos semanas, en ese breve espacio de tiempo quedó imbuida, por contagio, de la filosofía de la vida y de la manera expeditiva de resolver los problemas propios del Barón. Algo que éste le dijo casualmente una noche la intrigaba: que las mujeres parisienses gozaban de la más elevada cotización en Sudamérica debido a su pericia en materia amorosa, a su vivacidad y a su talento, que las hacían contrastar acusadamente con muchas esposas de aquellos países. Estas aún cultivaban la tradición de mantenerse en un plano borroso y de obediencia, que diluía sus personalidades y que, posiblemente, se debía a la resistencia de los hombres a hacer de ellas unas amantes.
Al igual que el Barón, Mathilde desarrolló una fórmula para actuar en la vida como en una serie de papeles; o sea, diciéndose todas las mañanas, mientras se cepillaba su rubio pelo: "Hoy quiero ser tal o cual persona", y procediendo en consecuencia. Un día decidió que deseaba ser una distinguida representante de un conocido modista parisiense e irse al Perú. Todo cuanto tenía que hacer era interpretar el papel. Así pues, se vistió con cuidado y se presentó con extraordinaria seguridad en casa del modista.
El puesto de representante le fue concedido y se le entregó un pasaje de barco para Lima. A bordo, se comportó como una embajadora francesa de la elegancia. Su innato talento para apreciar los buenos vinos, los buenos perfumes y los buenos vestidos la señalaron como una dama refinada. Su paladar era el de un gourmet. Mathilde poseía sobrados encantos para realzar ese papel. Reía de continuo, le sucediera lo que le sucediera. Cuando se extraviaba una maleta, reía. Cuando la pisaban, reía. Fue su risa lo que atrajo al representante de la naviera española, Dalvedo, quien la invitó a sentarse a la mesa del capitán. Dalvedo iba elegantemente vestido de esmoquin, se comportaba como si él mismo fuera el capitán y contaba anécdotas.
La noche siguiente la sacó a bailar. Se daba perfecta cuenta de que el viaje no era lo bastante largo como para cortejar a la joven de forma usual, de modo que inmediatamente empezó a alabar el pequeño lunar de la mejilla de Mathilde. A medianoche le preguntó si le gustaban los higos chumbos. Ella nunca los había probado. Dalvedo le dijo que tenía algunos en su camarote. Pero Mathilde quería realzar su valor mediante la resistencia, y se mantuvo en guardia cuando penetraron en él. Había rechazado con facilidad las manos audaces de los hombres con las que se rozaba mientras vendía las insidiosas caricias de los maridos de sus clientes, y los pellizcos en los pezones a cargo de los amigos que la invitaban al cine. Nada de eso le había causado ninguna sensación. Tenía una vaga pero tenaz idea de lo que la podía agitar. Deseaba ser cortejada con un lenguaje misterioso.
Era su condición desde su primera aventura, ocurrida cuando sólo tenía dieciséis años. Un escritor célebre había entrado un día en su tienda. No buscaba un sombrero, sino que preguntó si vendía unas flores luminosas de las que había oído hablar; unas flores que brillaban en la obscuridad. Las deseaba, explicó, para una mujer que brillaba en la obscuridad. Podía jurar que cuando la llevó al teatro y se sentó en la parte trasera del palco, sin luz, con su traje de noche, su piel era tan luminosa como la más fina de las conchas marinas, de un fulgor rosa pálido. Y él quería esas flores para que las llevara en el pelo. Mathilde no las tenía. Pero en cuanto el hombre se hubo marchado, fue a mirarse al espejo. Esa era la clase de sentimiento que deseaba inspirar. ¿Podría? La tonalidad de su cutis no era de aquella clase; tenía más fuego que luz. Sus ojos eran ardientes, de color violeta. Llevaba el cabello teñido de rubio, pero proyectaba a su alrededor una sombra cobriza. Su piel era asimismo de color de cobre, firme y en absoluto transparente. Su cuerpo llenaba sus vestidos, ciñéndoselos plenamente. No llevaba corsé, pero su figura tenía la misma forma que si lo utilizara. Se arqueaba para sacar el pecho y elevar las nalgas. El hombre volvió, pero esta vez no pretendió comprar nada. Permaneció de pie mirándola, sonriendo con su rostro alargado y finamente tallado, y entregándose, con sus gestos elegantes, al ritualde encender un cigarrillo. –Esta vez he venido sólo para verla –dijo. El corazón de Mathilde latió tan aprisa, que sintió como si hubiera llegado el momento que esperaba desde hacía años. A punto estuvo de ponerse de puntillas para escuchar el resto de sus palabras. Sintió como si fuera la luminosa mujer que se sentaba atrás, en el palco obscuro, recibiendo las exóticas flores. Pero lo que el cortés escritor de pelo gris dijo con su aristocrática voz fue: –En cuanto la vi, se me levantó. La crudeza de aquellas palabras fue como un insulto. Se ruborizó y lo abofeteó. Esta escena se repitió en varias ocasiones. Mathilde advirtió que en su presencia los hombres solían enmudecer, privados de toda inclinación romántica a hacer la corte. Palabras como aquéllas salían de sus bocas sólo con que la vieran. Su efecto era tan directo que todo cuanto podían expresar era su turbación física. En lugar de aceptar eso como un tributo, Mathilde se ofendía.
Ahora se hallaba en el camarote de Dalvedo, el afable español, que estaba pelando unos higos chumbos para ella y charlando. Mathilde fue recuperando la confianza. Se sentó en el brazo de una silla, vestida con su traje de noche de terciopelo rojo. Pero el acto de pelar los higos quedó interrumpido. Dalvedo se levantó y dijo: –Tiene usted en su mejilla el más seductor de los lunares. Ella pensó que trataría de besárselo, pero no lo hizo. Se desabrochó rápidamente, se sacó el miembro y, con el gesto que un apache dirigiría a una mujer de la calle, le ordenó: –Arrodíllate. Mathilde lo abofeteó y se dirigió a la puerta. –No te vayas –imploró él–. Me has vuelto loco; mira en qué estado me has puesto. Ya estaba así toda la noche, mientras bailábamos. No puedes dejarme ahora. Trató de abrazarla. Mientras luchaba por librarse de él, Dalvedo eyaculó sobre su vestido. Tuvo que cubrirse con su capa para regresar a su camarote.
En cuanto Mathilde llegó a Lima, sin embargo, vio realizado su sueño. Los hombres se le acercaban con palabras floridas, disfrazando sus intenciones con gran encanto y ornamentos retóricos. Este preludio al acto sexual la satisfizo; le agradaba un poco de incienso. En Lima recibió mucho, pues formaba parte del ritual. Había sido elevada a un pedestal de poesía, de modo que su caída hacia el abrazo final podía parecer más que un milagro. Vendió muchas más noches que sombreros. En esa época, Lima sufría la fuerte influencia de su numerosa población china. Fumar opio estaba a la orden del día. Jóvenes ricos iban en pandilla de burdel en burdel, pasaban las noches en los fumaderos, donde había prostitutas disponibles, o alquilaban habitaciones completamente vacías en los barrios bajos, donde podían tomar drogas en grupo y ser visitados por las rameras. A los jóvenes les gustaba ir a ver a Mathilde. Había transformado su tienda en un budoir, lleno de chaises longues, encajes y raso, cortinas y cojines. Martínez, un aristócrata peruano, la inició en el opio. Llevaba a sus amigos a fumar, y a veces pasaban dos o tres días perdidos para el mundo y para sus familias. Las cortinas permanecían cerradas. La atmósfera era obscura e invitaba a dormir. Compartían a Mathilde. El opio los volvía más voluptuosos que sensuales. Podían pasarse horas acariciándole las piernas. Uno de ellos le tomaba un seno, mientras que otro enterraba sus besos en la delicada carne del cuello, limitándose a presionar con los labios, porque el opio ampliaba todas las sensaciones. Un beso podía hacer temblar todo el cuerpo. Mathilde yacía desnuda en el suelo. Todos los movimientos eran lentos. Tres de los cuatro jóvenes estaban echados entre los almohadones. Perezosamente, un dedo buscaba el sexo de la muchacha, penetraba en él y allí permanecía, entre los labios de la vulva, sin moverse. Otra mano lo pretendía también, se contentaba con describir círculos en torno suyo, y al cabo iba en busca de otro orificio.Un hombre ofrecía su miembro a la boca de Mathilde. Ella lo succionaba lentamente; todo contacto era magnificado por la droga. Luego, durante horas, podían yacer tranquilos, soñando. Las imágenes eróticas se formaban de nuevo. Martínez comenzó a ver el cuerpo de una mujer, hinchado, sin cabeza; una mujer con los pechos de una balinesa, el vientre de una africana y las altas nalgas de una negra, todo confundido con una imagen de carne móvil; una carne que parecía hecha de materia elástica. Los erguidos senos se hinchaban en dirección a su boca, y su mano se extendía hacia ellos, pero entonces las demás partes del cuerpo se ensanchaban, se volvían prominentes y colgaban sobre el propio cuerpo de Martínez. Las piernas se separaban de una forma inhumana e imposible, como si las cercenaran de la mujer, a fin de dejar el sexo expuesto, abierto; como si alguien hubiera tomado un tulipán en la mano y lo abriera por completo, forzándolo….
De Mathilde, de Anäis Nin

No hay comentarios:

Publicar un comentario