Cuadro: Indolencia. Pierre Bonard
“Si me encontrara junto a una catarata, no habría más ruido en mis oídos”, pensaba Eugenio. Rechinó otra cerradura, se hizo más oscuridad ante sus ojos, luego entrevió el moblaje del escritorio, giró una llave y curvas de luz amarilla rebotaron en el cuello de los sofás. Distinguió carpetas verdes suspendidas de los muros y repentinamente fatigado, se dejó caer en el sillón le dolían las articulaciones, había corrido mentalmente con demasiada velocidad hacia el deseo, y ahora sus articulaciones estaban como enmohecidas de ansiedad. La sangre parecía precipitarse en un inmenso bloque coagula hasta una línea horizontal de su corazón, y cierta blandura deslizándose entre la coyuntura de sus rodillas, lo postraba allí, en ese sillón de cuero frío, mientras que la voz del marido ausente parecía susurrarle en el oído:
“Canalla, mi única mujer. ¿no sabías? ¡Mi única mujer en el mundo!”
Una sonrisa burlona se dibujó en el semblante de Eugenio “Todos los maridos tienen una única mujer, cuando esta se encuentra en trance de acostarse con otro.”
Se dio cuanta que ella aún estaba en la habitación, cuando dijo:
- Permiso, Eugenio, me voy a sacar el tapado.
Leonilda desapareció, Karl, haciendo un gran esfuerzo, se levantó del asiento y, manteniendo inmóvil el busto, comenzó a sacudir la cabeza con energía. Conocía este procedimiento por haberlo visto utilizar a los boxeadores cuando están al margen del Knock out. Aspiró profundamente aire, y ya dueño de sí mismo, se arrinconó en el sofá, experimentaba curiosidad hacia sí mismo. ¿Cómo se comportaría frente a la mujer?
Leonilda apareció ahora ajustada en un traje de calle, de merino oscuro . Ella también parecía dueña de sí misma y entonces Eugenio lanzó casi burlón, la preguntita:
- ¿Así que es aburre mucho usted, eh?
Ella sentada en un sillón lateral al sofá, cruzando las piernas aparentó pensar y, ya decidida, respondió:
- Si, mucho.
Se produjo un silencio tenebroso, en el cual ambos intercalaban examen, mirándose a los ojos, y una como película parlante deslizaba en los oídos de Karl estas palabras:
“Solos. diez minutos antes ibas por las calles de la ciudad, apestadas del tedio dominguero, sin saber en qué ocuparías tus horas y esperando un aventura centelleante. ¡Oh, la vida! y ahora no sabes de qué modo iniciar la comedia, tomarla de la cintura, besarle una mano, apretarle un seno inadvertidamente. Ninguna mujer se resiste a un hombre, cuando él le acaricia los senos”
Un ruido de catarata se desmoronaba junto a los oídos del hombre, y entonces otra vez, forzando las palabras que estaban allí atrancadas en el fondo de su garganta seca y de su lenguaje torpe, murmuró con la sonrisa falsa de quien no encuentra tema de conversación:
- ¿Y no hace nada para no aburrirse?
-Voy al cine.
- Ah. ¿Qué actriz le gusta?
Se soslayaron otra vez con miradas densas. Leonilda, oblicuamente apoyada en el pasamano del sillón, sonreía incoherentemente, entrecerrados los párpados, de cierto modo que las pupilas chispeaban una luz maligna, intolerable, tal si individualizara cada pensamiento de Karl, y se burlara de él por no se atrevido.
“Si me encontrara junto a una catarata, no habría más ruido en mis oídos”, pensaba Eugenio. Rechinó otra cerradura, se hizo más oscuridad ante sus ojos, luego entrevió el moblaje del escritorio, giró una llave y curvas de luz amarilla rebotaron en el cuello de los sofás. Distinguió carpetas verdes suspendidas de los muros y repentinamente fatigado, se dejó caer en el sillón le dolían las articulaciones, había corrido mentalmente con demasiada velocidad hacia el deseo, y ahora sus articulaciones estaban como enmohecidas de ansiedad. La sangre parecía precipitarse en un inmenso bloque coagula hasta una línea horizontal de su corazón, y cierta blandura deslizándose entre la coyuntura de sus rodillas, lo postraba allí, en ese sillón de cuero frío, mientras que la voz del marido ausente parecía susurrarle en el oído:
“Canalla, mi única mujer. ¿no sabías? ¡Mi única mujer en el mundo!”
Una sonrisa burlona se dibujó en el semblante de Eugenio “Todos los maridos tienen una única mujer, cuando esta se encuentra en trance de acostarse con otro.”
Se dio cuanta que ella aún estaba en la habitación, cuando dijo:
- Permiso, Eugenio, me voy a sacar el tapado.
Leonilda desapareció, Karl, haciendo un gran esfuerzo, se levantó del asiento y, manteniendo inmóvil el busto, comenzó a sacudir la cabeza con energía. Conocía este procedimiento por haberlo visto utilizar a los boxeadores cuando están al margen del Knock out. Aspiró profundamente aire, y ya dueño de sí mismo, se arrinconó en el sofá, experimentaba curiosidad hacia sí mismo. ¿Cómo se comportaría frente a la mujer?
Leonilda apareció ahora ajustada en un traje de calle, de merino oscuro . Ella también parecía dueña de sí misma y entonces Eugenio lanzó casi burlón, la preguntita:
- ¿Así que es aburre mucho usted, eh?
Ella sentada en un sillón lateral al sofá, cruzando las piernas aparentó pensar y, ya decidida, respondió:
- Si, mucho.
Se produjo un silencio tenebroso, en el cual ambos intercalaban examen, mirándose a los ojos, y una como película parlante deslizaba en los oídos de Karl estas palabras:
“Solos. diez minutos antes ibas por las calles de la ciudad, apestadas del tedio dominguero, sin saber en qué ocuparías tus horas y esperando un aventura centelleante. ¡Oh, la vida! y ahora no sabes de qué modo iniciar la comedia, tomarla de la cintura, besarle una mano, apretarle un seno inadvertidamente. Ninguna mujer se resiste a un hombre, cuando él le acaricia los senos”
Un ruido de catarata se desmoronaba junto a los oídos del hombre, y entonces otra vez, forzando las palabras que estaban allí atrancadas en el fondo de su garganta seca y de su lenguaje torpe, murmuró con la sonrisa falsa de quien no encuentra tema de conversación:
- ¿Y no hace nada para no aburrirse?
-Voy al cine.
- Ah. ¿Qué actriz le gusta?
Se soslayaron otra vez con miradas densas. Leonilda, oblicuamente apoyada en el pasamano del sillón, sonreía incoherentemente, entrecerrados los párpados, de cierto modo que las pupilas chispeaban una luz maligna, intolerable, tal si individualizara cada pensamiento de Karl, y se burlara de él por no se atrevido.
Bien lleva su nombre, Leonilda. Pobrecito Karl...
ResponderEliminar¡Genial Arlt!
Un beso
Arlt es fantástico, si. Gracisa Khumeia
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