Cuadro: Waterhouse 1898 Ariadne
Era a principios de abril, cuando abren las primaveras; un aire tibio circulaba sobre los bancales labrados, y los jardines, como las mujeres, parecían componerse para las fiestas de verano...
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Al día siguiente fue para Emma un día fúnebre. Todo le pareció envuelto en una atmósfera negra que flotaba confusamente sobre el exterior de las cosas, y la pena se hundía en su alma con aullidos suaves, como hace el viento en los castillos abandonados. Era ese ensueño que nos hacemos sobre lo que ya no volverá, el cansancio que nos invade después de cada tarea realizada, ese dolor, en fin, que nos causa la interrupción de todo movimiento habitual, el cese brusco de una vibración prolongada....
¡Ah!, ¡se había ido el único encanto de su vida, la única esperanza posible de felicidad! ¿Cómo no se había apoderado de aquella ventura cuando se le presentó? ¿Por qué no lo había retenido con las dos manos, con las dos rodillas, cuando quería escaparse? Y se maldijo por no haber amado a León; tuvo sed de sus labios. Le entraron ganas de correr a unirse con él, de echarse en sus brazos, de decirle: “¡Soy yo, soy tuya!”.
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Entonces Rodolphe, con una extraña sonrisa y con la mirada fija, los dientes apretados, se adelantó abriendo los brazos. Ella retrocedió temblando. Balbuceaba:
- ¡Oh! ¡Usted me da miedo! ¡Me hace daño! Vámonos.
Y él se volvió enseguida respetuoso, acariciador, tímido.
- Ya que no hay más remedio –replicó él, cambiando de talante.
Emma le ofreció su brazo. Dieron vuelta. Él decía:
No me ha entendido. Usted se equivoca conmigo. Usted está en mi alma como una madona sobre un pedestal, en un lugar elevado, sólido e inmaculado. Pero la necesito para vivir. ¡Necesito sus ojos, su voz, su pensamiento! ¡Sea mi amiga, mi hermana, mi ángel!
Y alargaba el brazo y la estrechaba la cintura. Ella trataba débilmente de desprenderse. Él la retenía así, caminando.
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¡Oh, Rodolphe!...-dijo lentamente la joven mujer apoyándose en su hombro.
La tela de su vestido se prendía en el terciopelo de la levita de Rodolphe, Inclinó hacia atrás su blanco cuello, que dilataba con un suspiro; y desfallecida, deshecha en llanto, con un largo estremecimiento y tapándose la cara, se entregó.
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Se repetía: “¡Tengo un amante!, ¡un amante!”, deleitándose en esta idea, como si sintiese renacer en ella otra pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos goces del amor, esa fiebre de felicidad que tanto había ansiado.
Penetraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una azul inmensidad la envolvía, las cumbres del sentimiento resplandecían bajo su imaginación, y la existencia ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy abajo, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas.
Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de hermanas que la fascinaban. Ella venía a ser como una parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud , contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado. Además Emma experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba , y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación, sin turbación alguna.
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