Grabado de Picasso: La mujer y la fauna
La señora Felipa, es sorprendida en compañía de su amante por su marido, que la acusa ante el juez. Ella se libra de toda condena mediante una respuesta pronta y atinada, y logra que se modifique la ley establecida contra las mujeres adúlteras. La reina indicó a Filostrato para que hiciera uso de la palabra. Este obedeció enseguida y habló así: "Amigas, es muy bonito saber hablar bien, pero yo creo que todavía es más hermoso saberlo hacer cuando se presenta la necesidad de ello. Esto es lo que hizo una dama de la que os voy a hablar ahora quien no solamente hizo reír a todos cuantos la oían, sino que se libro por ese medio, de una muerte humillante, según vais a ver. En la ciudad de Prato existía en otro tiempo una ley contra las mujeres, que era no menos injusta que cruel, pues condenaba sin excepción a ser quemadas vivas a aquellas que hubieran sido sorprendidas por sus maridos en flagrante delito de adulterio o que se abandonasen por dinero a otros hombres.
Mientras aquella ley estaba en vigor, sucedió que una joven más enamorada que ninguna otra, y que se llamaba Felipa, fue sorprendida una noche en su alcoba por Rinaldo de Puglieri, su marido, en brazos de Lazarino de Quasdagliotti, noble y bello gentilhombre de aquella ciudad, a quien dicha mujer amaba como a ella misma.
Ante semejante afrenta, el marido, todo indignado, bastante hizo con no precipitarse sobre los dos amantes para darles muerte. El temor que sintió por su persona le contuvo.
Más aquello que no hizo él, quiso que lo hiciera la ley, que al ordenar que su esposa fuera quemada viva, le vengaba de la ofensa que acababa de recibir.
Por lo cual, como tuviera bastantes pruebas para demostrar la infidelidad de la que había sido objeto, marchó en cuanto amaneció a demandar a su esposa y hacer que fuera detenida, sin tomar consejo de nadie.
Los parientes y amigos de Felipa, aconsejaron a esta que no compareciera ante el tribunal, pero ella, que tenía un gran corazón, como todas las que saben amar, prefirió morir valientemente confesando la verdad, que no huir y vivir vergonzosamente en el destierro, mostrándose indigna del amante en cuyos brazos había sido sorprendida aquella noche.
Dirigióse pues, al tribunal, acompañada `por algunos hombres y mujeres que la aconsejaban no hiciese semejante cosa. Preguntó al juez, una vez que estuvo ante él y con tono sereno y firme qué quería. El juez se puso a mirarla y admirando su belleza y distinguidas maneras, juzgó, por su firmeza, que debía tener un elevado espíritu, no obstante, no tendría él otro remedio que condenarla a muerte. Le dijo:
-Señora, he aquí que Rinaldo, vuestro marido, se queja de vos y dice haberos sorprendido con otro hombre, cometiendo delito de adulterio. Quiere que se os aplique con todo rigor una ley que hemos creado, condenándoos por tanto a muerte. Yo no puedo decidir nada hasta que vos no hayas confesado vuestro delito. Ved, pues, lo que habéis de contestar y si estáis dispuesta a decir que es verdad lo que vuestro marido os imputa. La joven, sin vacilar lo más mínimo repuso, bromeando.
-Cierto es señor, que Rinaldo es mi marido, y que esta noche me ha encontrado en brazos de Lazarino, en compañía del cual me ha podido hallar otras veces, pues le amo con todo mi corazón. No pretendo negarlo. Pero vos sabéis, estoy segura, que las leyes deben ser hechas por aquellos a quienes conciernen: No ha sucedido eso con aquella por la que voy a ser castigada. Dicha ley es muy rigurosa tan sólo con las mujeres, que en amor pueden por cierto dar gusto a muchos, y además ha sido hecha sin consultar a ninguna mujer, pues ninguna ha dado su consentimiento para ponerla en vigor. Debe por tanto, ser considerada en buen derecho como viciosa e injusta. Si la cumplís a costa de mi vida y de vuestra conciencia, eso sólo a vos concierne, pero antes de pronunciar vuestra sentencia, os suplico que me concedáis una gracia y es la de que preguntéis a mi marido si alguna vez y en tantas ocasiones como ha tenido bien solicitarlo, me he negado a satisfacer sus deseos.
Rinaldo, sin esperar a que el juez le hiciera la pregunta, repuso que su mujer no se había negado nunca a sus deseos.
La joven entonces prosiguió.
-Y ahora os pregunto señor juez. ¿es que una vez que mi marido ha tomado de mí cuanto le era necesario y le venía en gana, no puedo yo disponer del resto. ¿Es que debería habérselo arrojado a los perros? ¿No es más razonable que se lo haya dado a un gentilhombre que me adora, que no dejarlo perder o estropear?
Aquél juicio produjo tanto ruido y la señora Felipa, se hizo tan célebre, que casi todos los habitantes de Prato asistieron a los debates. Al escuchar tan divertido pleito, todos los asistentes, después de reír mucho, estuvieron unánimes en que la mujer tenía razón. De tal suerte, que aquella ley tan rigurosa fue modificada por consejo del juez, en el sentido de que sólo se aplicase contra aquellas mujeres que por un motivo sórdido de interés engañaran a sus maridos.
Con lo cual Rinaldo dejó la sala del juicio todo confuso por su fracaso en su loca empresa. Y su mujer, muy alegre y satisfecha, regresó triunfante a su casa, segura de haber escapado a la pira.”
Del Libro El Decamerón, de Bocaccio.
La señora Felipa, es sorprendida en compañía de su amante por su marido, que la acusa ante el juez. Ella se libra de toda condena mediante una respuesta pronta y atinada, y logra que se modifique la ley establecida contra las mujeres adúlteras. La reina indicó a Filostrato para que hiciera uso de la palabra. Este obedeció enseguida y habló así: "Amigas, es muy bonito saber hablar bien, pero yo creo que todavía es más hermoso saberlo hacer cuando se presenta la necesidad de ello. Esto es lo que hizo una dama de la que os voy a hablar ahora quien no solamente hizo reír a todos cuantos la oían, sino que se libro por ese medio, de una muerte humillante, según vais a ver. En la ciudad de Prato existía en otro tiempo una ley contra las mujeres, que era no menos injusta que cruel, pues condenaba sin excepción a ser quemadas vivas a aquellas que hubieran sido sorprendidas por sus maridos en flagrante delito de adulterio o que se abandonasen por dinero a otros hombres.
Mientras aquella ley estaba en vigor, sucedió que una joven más enamorada que ninguna otra, y que se llamaba Felipa, fue sorprendida una noche en su alcoba por Rinaldo de Puglieri, su marido, en brazos de Lazarino de Quasdagliotti, noble y bello gentilhombre de aquella ciudad, a quien dicha mujer amaba como a ella misma.
Ante semejante afrenta, el marido, todo indignado, bastante hizo con no precipitarse sobre los dos amantes para darles muerte. El temor que sintió por su persona le contuvo.
Más aquello que no hizo él, quiso que lo hiciera la ley, que al ordenar que su esposa fuera quemada viva, le vengaba de la ofensa que acababa de recibir.
Por lo cual, como tuviera bastantes pruebas para demostrar la infidelidad de la que había sido objeto, marchó en cuanto amaneció a demandar a su esposa y hacer que fuera detenida, sin tomar consejo de nadie.
Los parientes y amigos de Felipa, aconsejaron a esta que no compareciera ante el tribunal, pero ella, que tenía un gran corazón, como todas las que saben amar, prefirió morir valientemente confesando la verdad, que no huir y vivir vergonzosamente en el destierro, mostrándose indigna del amante en cuyos brazos había sido sorprendida aquella noche.
Dirigióse pues, al tribunal, acompañada `por algunos hombres y mujeres que la aconsejaban no hiciese semejante cosa. Preguntó al juez, una vez que estuvo ante él y con tono sereno y firme qué quería. El juez se puso a mirarla y admirando su belleza y distinguidas maneras, juzgó, por su firmeza, que debía tener un elevado espíritu, no obstante, no tendría él otro remedio que condenarla a muerte. Le dijo:
-Señora, he aquí que Rinaldo, vuestro marido, se queja de vos y dice haberos sorprendido con otro hombre, cometiendo delito de adulterio. Quiere que se os aplique con todo rigor una ley que hemos creado, condenándoos por tanto a muerte. Yo no puedo decidir nada hasta que vos no hayas confesado vuestro delito. Ved, pues, lo que habéis de contestar y si estáis dispuesta a decir que es verdad lo que vuestro marido os imputa. La joven, sin vacilar lo más mínimo repuso, bromeando.
-Cierto es señor, que Rinaldo es mi marido, y que esta noche me ha encontrado en brazos de Lazarino, en compañía del cual me ha podido hallar otras veces, pues le amo con todo mi corazón. No pretendo negarlo. Pero vos sabéis, estoy segura, que las leyes deben ser hechas por aquellos a quienes conciernen: No ha sucedido eso con aquella por la que voy a ser castigada. Dicha ley es muy rigurosa tan sólo con las mujeres, que en amor pueden por cierto dar gusto a muchos, y además ha sido hecha sin consultar a ninguna mujer, pues ninguna ha dado su consentimiento para ponerla en vigor. Debe por tanto, ser considerada en buen derecho como viciosa e injusta. Si la cumplís a costa de mi vida y de vuestra conciencia, eso sólo a vos concierne, pero antes de pronunciar vuestra sentencia, os suplico que me concedáis una gracia y es la de que preguntéis a mi marido si alguna vez y en tantas ocasiones como ha tenido bien solicitarlo, me he negado a satisfacer sus deseos.
Rinaldo, sin esperar a que el juez le hiciera la pregunta, repuso que su mujer no se había negado nunca a sus deseos.
La joven entonces prosiguió.
-Y ahora os pregunto señor juez. ¿es que una vez que mi marido ha tomado de mí cuanto le era necesario y le venía en gana, no puedo yo disponer del resto. ¿Es que debería habérselo arrojado a los perros? ¿No es más razonable que se lo haya dado a un gentilhombre que me adora, que no dejarlo perder o estropear?
Aquél juicio produjo tanto ruido y la señora Felipa, se hizo tan célebre, que casi todos los habitantes de Prato asistieron a los debates. Al escuchar tan divertido pleito, todos los asistentes, después de reír mucho, estuvieron unánimes en que la mujer tenía razón. De tal suerte, que aquella ley tan rigurosa fue modificada por consejo del juez, en el sentido de que sólo se aplicase contra aquellas mujeres que por un motivo sórdido de interés engañaran a sus maridos.
Con lo cual Rinaldo dejó la sala del juicio todo confuso por su fracaso en su loca empresa. Y su mujer, muy alegre y satisfecha, regresó triunfante a su casa, segura de haber escapado a la pira.”
Del Libro El Decamerón, de Bocaccio.
El razonamiento de Felipa sería muy moderno aún hoy en día. Es cierto que ahora no se lleva a juicio el adulterio, pero a las mujeres que lo practican, se las enjuicia en los corros de amigas, y a las adúlteras famosas en los programas del corazón se les hace la vida imposible.
ResponderEliminarMe gustaría ver a una como Felipa que dijera lo mismo: "¿es que una vez que mi marido ha tomado de mí cuanto le era necesario y le venía en gana, no puedo yo disponer del resto? ¿Es que debería habérselo arrojado a los perros? ¿No es más razonable que se lo haya dado a un gentilhombre que me adora, que no dejarlo perder o estropear?"
Si, lo más relevante de esto es que señala una libertad del deseo femenino, una independencia respecto al deseo masculino.
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