Cuadro: Diego Rivera. desnudo con alcatraces.
Nos desnudamos y caímos en la cama de hierro, con hambre sexual de seis semanas. Nos lanzamos al asunto como un par de luchadores que se hubieran quedado a desenredarse en un ruedo vacío después de que se hubieran apagado las luces y de que la muchedumbre se hubiese dispersado. Mara luchaba frenéticamente para llegar a un orgasmo. En cierto modo había quedado separada de su aparato sexual; era de noche y estaba perdida en la oscuridad; sus movimientos eran los de un durmiente luchando con desesperación por volver a entrar en el cuerpo que había empezado a ceder. Me levanté para lavármela, para refrescarme con un poco de agua fría. No había lavabo en la habitación. A la luz mortecina de una bombilla casi extinta, me vi en un espejo resquebrajado, tenía la expresión de un Jack el destripador buscando un sombrero de paja en un orinal. Mara yacía boca abajo en la cama, jadeando y sudando, tenía el aspecto de una odalisca apaleada compuesta de pedazos de mica mellados. Me puse los pantalones, y anduve vacilante por el pasillo semejante a un túnel, en busca del lavabo, un hombre calvo, desnudo de cintura para arriba, se encontraba ante una pila de mármol, lavándose el torso y los sobacos. Esperé que terminara, resoplaba como una mosca mientras realizaba sus abluciones, cuando hubo acabado, abrió un bote de polvos de talco y se espolvoreó generosamente el torso, que estaba arrugado y encostrado como la piel de un elefante. Cuando regresé encontré a Mara fumando un cigarrillo y acariciándose. Se consumía de deseo. Volvimos al asunto, probando como los perros esta vez, pero no había forma. La habitación empezó a combarse e hincharse, las paredes rezumaban, el colchón, que era de paja, casi tocaba el suelo. La sesión empezó a adquirir todos los aspectos y proporciones de un mal sueño. Desde el extremo del pasillo, llegaba el resuello entrecortado de un asmático; sonaba como las notas finales de un huracán silbando por una ratonera arrugada.
Justo cuando estaba a punto de correrme, oímos que alguien andaba en la puerta, me retiré y asomé la cabeza, era un borracho que intentaba entrar en su habitación. Minutos después, cuando fui al baño a darme otra ducha fría en la polla, aun seguía buscando su habitación. Todas las ventanas estaban abiertas y desde ellas llegaba una cacofonía estentórea. Cuando volví a reanudar mi suplicio, parecía como si mi polla estuviera hecha de viejas tiras de goma. Ya no sentía absolutamente nada en el capullo, era como empujar un trozo de sebo rígido por una tubería. Y lo peor era que la batería estaba completamente descargada, si algo hubiese de ocurrir entonces, sería del estilo de hiel y gusanos correosos o una gota de pus en una solución de requesón claro. Lo que me sorprendía es que siguiera tiesa como un martillo; había perdido toda la apariencia de un instrumento sexual, tenía el aspecto repugnante de un cachivache barato de las rebajas de los grandes almacenes, como un aparejo de pesca de color vivo sin el cebo. Y en aquel brillante y resbaladizo cachivache, Mara se retorcía como una anguila. Había dejado de ser una mujer en celo, ya no era siquiera una mujer; era una simple masa de contornos indefinibles, culebreando y serpenteando, como un pedazo de cebo fresco que se viera subir y bajar a través de un espejo convexo de un mar embravecido.
Hacía mucho que yo había perdido el interés por sus contorsiones; exceptuando la parte de mí que estaba dentro de ella, estaba tan fresco como un pepino y tan lejano como Sirio. Era como un mensaje de larga distancia referido a la muerte de alguien a quien hubieses olvidado hacía mucho. Lo único que esperaba era sentir esa increíble explosión abortada de estrellas mojadas, que vuelven a caer sobre el suelo de la matriz como caracoles muertos.
Del libro Sexus, de Henry Miller.
Nos desnudamos y caímos en la cama de hierro, con hambre sexual de seis semanas. Nos lanzamos al asunto como un par de luchadores que se hubieran quedado a desenredarse en un ruedo vacío después de que se hubieran apagado las luces y de que la muchedumbre se hubiese dispersado. Mara luchaba frenéticamente para llegar a un orgasmo. En cierto modo había quedado separada de su aparato sexual; era de noche y estaba perdida en la oscuridad; sus movimientos eran los de un durmiente luchando con desesperación por volver a entrar en el cuerpo que había empezado a ceder. Me levanté para lavármela, para refrescarme con un poco de agua fría. No había lavabo en la habitación. A la luz mortecina de una bombilla casi extinta, me vi en un espejo resquebrajado, tenía la expresión de un Jack el destripador buscando un sombrero de paja en un orinal. Mara yacía boca abajo en la cama, jadeando y sudando, tenía el aspecto de una odalisca apaleada compuesta de pedazos de mica mellados. Me puse los pantalones, y anduve vacilante por el pasillo semejante a un túnel, en busca del lavabo, un hombre calvo, desnudo de cintura para arriba, se encontraba ante una pila de mármol, lavándose el torso y los sobacos. Esperé que terminara, resoplaba como una mosca mientras realizaba sus abluciones, cuando hubo acabado, abrió un bote de polvos de talco y se espolvoreó generosamente el torso, que estaba arrugado y encostrado como la piel de un elefante. Cuando regresé encontré a Mara fumando un cigarrillo y acariciándose. Se consumía de deseo. Volvimos al asunto, probando como los perros esta vez, pero no había forma. La habitación empezó a combarse e hincharse, las paredes rezumaban, el colchón, que era de paja, casi tocaba el suelo. La sesión empezó a adquirir todos los aspectos y proporciones de un mal sueño. Desde el extremo del pasillo, llegaba el resuello entrecortado de un asmático; sonaba como las notas finales de un huracán silbando por una ratonera arrugada.
Justo cuando estaba a punto de correrme, oímos que alguien andaba en la puerta, me retiré y asomé la cabeza, era un borracho que intentaba entrar en su habitación. Minutos después, cuando fui al baño a darme otra ducha fría en la polla, aun seguía buscando su habitación. Todas las ventanas estaban abiertas y desde ellas llegaba una cacofonía estentórea. Cuando volví a reanudar mi suplicio, parecía como si mi polla estuviera hecha de viejas tiras de goma. Ya no sentía absolutamente nada en el capullo, era como empujar un trozo de sebo rígido por una tubería. Y lo peor era que la batería estaba completamente descargada, si algo hubiese de ocurrir entonces, sería del estilo de hiel y gusanos correosos o una gota de pus en una solución de requesón claro. Lo que me sorprendía es que siguiera tiesa como un martillo; había perdido toda la apariencia de un instrumento sexual, tenía el aspecto repugnante de un cachivache barato de las rebajas de los grandes almacenes, como un aparejo de pesca de color vivo sin el cebo. Y en aquel brillante y resbaladizo cachivache, Mara se retorcía como una anguila. Había dejado de ser una mujer en celo, ya no era siquiera una mujer; era una simple masa de contornos indefinibles, culebreando y serpenteando, como un pedazo de cebo fresco que se viera subir y bajar a través de un espejo convexo de un mar embravecido.
Hacía mucho que yo había perdido el interés por sus contorsiones; exceptuando la parte de mí que estaba dentro de ella, estaba tan fresco como un pepino y tan lejano como Sirio. Era como un mensaje de larga distancia referido a la muerte de alguien a quien hubieses olvidado hacía mucho. Lo único que esperaba era sentir esa increíble explosión abortada de estrellas mojadas, que vuelven a caer sobre el suelo de la matriz como caracoles muertos.
Del libro Sexus, de Henry Miller.
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