Cuadro: Mujeres a orillas del mar. Puvis de Chavannes
Un día, una monja las vio desde su ventanita de la celda, y se lo enseñó a dos compañeras. Decidieron ir a acusarlas a la abadesa, pero pronto cambiaron de opinión y fueron a participar de Masetto, a quien por otros incidentes habían ido también a dar en él.
Por último, la abadesa, ignorante de lo que ocurría, se paseaba por el jardín un día de mucho calor, cuando encontró a Masetto, quien, dada la mucha fatiga de cabalgar por la noche, estaba tendido bajo la sombra de un árbol. El viento había levantado sus ropas y estaba todo descubierto; tentación que sufrió la abadesa, como sus monjitas. Le condujo a su cámara y allí le tuvo varios días, con gran desconsuelo de sus monjas, al ver que él no salía a labrarles el huerto. La abadesa, en cambio, probaba la dulzura que reprobaba ante las demás. Le buscaba muchas veces, y las demás monjas también; entonces, el mudo pensó que el seguir así no podría reportarle ningún bien, y una noche dijo a la abadesa:
- He oído, señora, que un gallo se basta para diez gallinas, pero ni diez hombres se bastan para satisfacer a una mujer, y a mí me toca cumplimentar a nueve. No podría perseverar en ello, y ahora, con lo que he hecho, no puedo hacer ni lo poco ni lo mucho. Por tanto, o me dejáis ir con Dios o ponéis remedio.
Ella, al oírle hablar, pasmóse y dijo:
- ¿Qué es esto? Creía que eras mudo.
- Señora –dijo Masetto- ; lo era, pero no de natural, sino por una enfermedad que me privó del habla, la cual he recuperado esta noche, por lo que le doy gracias a Dios.
La abadesa le creyó y le preguntó qué era lo de servir a nueve mujeres. Masetto lo contó todo, y la mujer, ante tal realidad, decidió buscar remedio a la situación, para que no se difamara al convento. Por aquellos días, había muerto el administrador, por lo que las monjas explicaron a las gentes del pueblo que los méritos del santo protector del monasterio, habían restituido el habla al hortelano, haciéndole luego administrador. Después se organizaron entre ellas tan diestramente, que el hombre pudo soportarlas. Aunque engendraron bastantes monjitos, nada se supo hasta la muerte de la abadesa. Entonces Masetto, viejo, padre, y rico, sin preocupación de mantener a sus hijos, regresó a su país natal, afirmando que así trataba la suerte a quien le pone cuernos.
El Decamerón. Boccaccio
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