Cuadro: Psyché, de Guillaume Seignac.
Dice usted que le hace falta dinero. Bien, pues yo puedo sugerirle una manera más bien agradable de conseguirlo. Escúcheme con atención: hay una mujer rica y bellísima; en realidad, perfecta. Podría ser amada con devoción por quien ella quisiera y podría casarse con quien se le antojara. Pero por cierto perverso accidente de su naturaleza, sólo gusta de lo desconocido.
–¡A todo el mundo le gusta lo desconocido! –objetó George, pensando inmediatamente en viajes, en encuentros inesperados, en situaciones nuevas.
–No, no en ese sentido. Ella siente interés sólo por hombres a los que nunca haya visto y a los que nunca vuelva a ver. Por un hombre así hace cualquier cosa.
George rabiaba por preguntar si aquella mujer era la que había estado sentada a la mesa con ellos. Pero no se atrevía. El hombre parecía más bien molesto por tener que contar aquella historia pero, al mismo tiempo, parecía sentir un extraño impulso a hacerlo.
–Debo velar por la felicidad de esa mujer –continuó–. Lo daría todo por ella. He dedicado mi vida a satisfacer sus caprichos.
–Comprendo –dijo George–. Yo sería capaz de sentir lo mismo.
–Ahora –concluyó el elegante desconocido–, si usted quiere venir conmigo, quizá pueda resolver sus dificultades financieras por una semana y, de paso, satisfacer su deseo de aventuras. George se ruborizó de placer. Abandonaron juntos el bar. El hombre llamó un taxi y dio a George cincuenta dólares. Dijo que tenía que vendarle los ojos para que no viera la casa ni la calle a la que iban, puesto que nunca debía repetirse aquella experiencia.
George se hallaba presa de la mayor curiosidad, con visiones obsesivas de la mujer que había conocido en el bar, evocando a cada momento su espléndida boca y sus ojos brillantes tras el velo. Lo que le había gustado en particular era el cabello; le agradaba el cabello espeso que gravitaba sobre el rostro como una graciosa carga, olorosa y rica. Era una de sus pasiones.
–¡A todo el mundo le gusta lo desconocido! –objetó George, pensando inmediatamente en viajes, en encuentros inesperados, en situaciones nuevas.
–No, no en ese sentido. Ella siente interés sólo por hombres a los que nunca haya visto y a los que nunca vuelva a ver. Por un hombre así hace cualquier cosa.
George rabiaba por preguntar si aquella mujer era la que había estado sentada a la mesa con ellos. Pero no se atrevía. El hombre parecía más bien molesto por tener que contar aquella historia pero, al mismo tiempo, parecía sentir un extraño impulso a hacerlo.
–Debo velar por la felicidad de esa mujer –continuó–. Lo daría todo por ella. He dedicado mi vida a satisfacer sus caprichos.
–Comprendo –dijo George–. Yo sería capaz de sentir lo mismo.
–Ahora –concluyó el elegante desconocido–, si usted quiere venir conmigo, quizá pueda resolver sus dificultades financieras por una semana y, de paso, satisfacer su deseo de aventuras. George se ruborizó de placer. Abandonaron juntos el bar. El hombre llamó un taxi y dio a George cincuenta dólares. Dijo que tenía que vendarle los ojos para que no viera la casa ni la calle a la que iban, puesto que nunca debía repetirse aquella experiencia.
George se hallaba presa de la mayor curiosidad, con visiones obsesivas de la mujer que había conocido en el bar, evocando a cada momento su espléndida boca y sus ojos brillantes tras el velo. Lo que le había gustado en particular era el cabello; le agradaba el cabello espeso que gravitaba sobre el rostro como una graciosa carga, olorosa y rica. Era una de sus pasiones.
Continuará
Por fin de vuelta a tu blog, querido Cátulo...Siempre tan exquisito y vibrante.¡Qué ansia de saber como sigue el relato!Es una excelente idea de publicar por parte. Abre la puerta a la imaginación y si uno se deja...la escritura.Gracias Cátulo
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